En el centro del escenario, el cuerpo se curva como si desafiara la gravedad. La mirada, acentuada con delineador, atraviesa a miles. El micrófono —medio báculo, medio lanza— se convierte en una extensión de su columna vertebral. Freddie Mercury no cantaba: encarnaba el aire. Su voz, irrepetible, transitaba del grito al susurro con una libertad casi animal. Iba de lo operático a lo salvaje, de lo sublime a lo obsceno, con la solvencia de quien domina sin pedir permiso. No representaba un personaje. Él era el espectáculo.
Nació como Farrokh Bulsara en Zanzíbar, 1946. Migró con su familia a Inglaterra tras la revolución. Estudió arte y diseño. Cambió su nombre. Construyó una voz. Se inventó a sí mismo. En una entrevista, le preguntaron si le molestaban los rumores sobre su vida íntima. Sonrió, cruzó las piernas, y dijo: “Querido, soy tan gay como una margarita”. Y con esa frase, como con todo lo que hacía, convirtió la provocación en belleza.
Freddie no solo fue la voz de Queen, fue su fuerza estética. Diseñó el escudo heráldico de la banda —el famoso logo con un león, un cangrejo y dos hadas— combinando los signos zodiacales de sus integrantes. Hasta el símbolo fue teatral, él entendía que la música también entra por los ojos, que el arte es total cuando une gesto, forma, palabra y sonido.
En Wembley, frente a 72 mil cuerpos vibrando, fue más que un frontman: fue vibración, arquitectura, dominio absoluto de la escena. Hay una imagen, tomada desde el fondo del estadio, donde él se inclina hacia el público con los brazos abiertos, como si contuviera una ciudad entera, esa foto resume lo que fue: una energía imposible de replicar. En el estudio era meticuloso. Amaba la ópera, los gatos, el diseño. Nunca convirtió su sexualidad en bandera ni su diagnóstico en espectáculo. Y por eso su verdad aún resuena: porque no necesitó explicarse para ser símbolo. Porque lo fue por su arte, por su fuego y por la forma en que su diferencia nunca pidió disculpas.
Décadas después de su muerte, Mercury sigue presente: en los conciertos que no se conciben sin teatralidad, en las voces que buscan cruzar géneros, en los artistas que entienden que la rareza también es poder. Su impacto no pertenece solo a la comunidad LGBTQ+: pertenece a la música misma, que ya no es igual después de él. Mercury no fue ícono solo por su voz, ni por su estética, ni por sus himnos, lo fue porque convirtió la diferencia en deseo, y el deseo en forma, porque hizo del cuerpo, del escenario y del silencio una misma partitura, porque diseñó el arte total: sonido, imagen, piel, alma, y porque brilló sin ceder ni una nota de su verdad.